Monje - Ruizanglada |
La sangre acorralada es el momento en que el incendio abre las puertas
A veces el postulante se despierta con una rama de olivo entre las manos.
Mira rostros desesperados, cuerpos convulsos en el cieno. Y escucha canciones
que lo regresan a la infancia.
Pero también puede ser que despierte convertido en una paloma volando a ras
de suelo.
Los rostros de los monjes son semejantes entre sí. Sus cuerpos son el
aliento de las veladoras. En sus miradas puede observarse el tiempo de
nuestros antepasados y un árbol que paciente comparte sus fulgores. Quien
ha estado alguna vez bajo estos ojos, comprende que hay un solo camino.
Cuentan que en un principio era imposible dar con la ubicación del
monasterio. Su seña particular era el constante cambio de coordenadas. Ahora
se sabe por una bandada de palomas que amanecen bailando en la conciencia.
Una lámpara en la pared principal de la capilla alumbra esta inscripción:
. . . . . . . . . . . . . . . . . Disponte a morir ahora
. . . . . . . . . . . . . . . . . que en la muerte ya no es hora.*
*Citado por Azorín.
Del reflejo de sus llamas puede verse una paloma que se desprende festiva
de su fronda y se inmoviliza en un sepulcro.
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Cuando hay tormenta, el monasterio es apenas un viento que se mece en las
canciones de los niños, en los hilos delgadísimos del sueño y en el despertar de la
Flor de Lluvia. Tras la aparición de los primeros rayos de sol, se inunda el cielo de
un concierto de rocíos que sueñan con el amanecer.
En la madrugada un monje se pregunta por aquella visión de la infancia.
Cree recordar que despertó bajo la malla claroscura del pabellón, aluzado por un
brillo en la frente. Aunque no desdeña que pudo haber sido cuando se asomó por
vez primera a un pozo, y en el sonido concéntrico formado por una caída de hojas,
descubrió el nacimiento de una aparición. O cuando sintió el abrazo de un sueño
obediente al llanto. O cuando supo que era él quien cantaba a medianoche
acompañado por el alarido cómplice de una garganta oscura de tanto hablar con
Dios.*
*Blanca Varela.
Trae consigo una serie de exclamaciones que deambulan, incontenibles, hasta
el instante del cansancio.
Aun en la madrugada, cuando despierta sobresaltado por el frío de los alfileres
picándole las sienes, no puede evitar, una a una, las preguntas, ese arrojo hilarante
de murmullos ininteligibles.
Tiene dos almas niñas, palpitando. Una lo encamina por un sendero de vientos
que confirman la presencia inasible de alegrías, de resonancias que lo hacen sospechar
un sol más deslumbrante. La otra, acaso tímida ante los arrebatos de su hermana, le
cierra los ojos y le pide que mire "que mire sin temor, las estrellas y los males
tentadores de la pasión". Confundido, las abraza y ambas le regalan una flor que colocan
en su mirada, que ha de durar más allá del tiempo de los vivos, sin que lleguen a conocer
la marchita temporalidad de su especie. Absorto, repite hasta el delirio que el mundo es
la festiva extensión de su descubrimiento.
Al temple de la aurora
—Esas manos -dijo, que han de templarse en la aurora.
—También en los nombres -respondió la voz
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Nacieron para que todo el polvo sea de nuevo el petardo que anuncia los
misterios de la resurrección.
Para él los objetos empiezan a existir desde el momento en que miran
desde la inconsciencia, con u grito de auxilio entre los dientes.
Sus manos presiden el transcurrir de pasiones oscuras.
Los ojos del artesano miran con sus dedos: pálpitos del fango primordial
en el asombro de las venas.
No podrían existir sin la respiración del cieno, de la corteza. Nacidos uno
en el otro, emprenden juntos el acercamiento al fuego, al tallado que hará
crecer al viento de la vida en el silencio.
El corazón del mar, la fiesta de alumbramientos y el sueño de los infantes:
todo convive en la sangre creadora.
Danzantes, sus manos descansan en la piel de la flor, en las oraciones de los
templos y en el crepúsculo incendiado de los días. Y amanece en el mundo una
legión fulgurante de promesas en el amor cantante de milagros.
Las manos del artesano: abolición de la errancia, resurrección del vuelo de
la mariposa. Molde, fulgor donde las ánimas ensayan sus dones. Esas manos,
chasquido al contacto con el barro, redimen el inicial nombre de las cosas. La
lluvia es la mirada de un cielo más enigma que sí mismo.
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Declaración, II
—Hay un silencio...
—Estas son las palabras que no dije
En el día
pavonea sus dones una palabra incendiada en
el silencio,
una tinta de ayer
más refulgente que el sino interrumpido del
recuerdo.
Alrededor de una lámpara de aceite consumido
por la impotencia, una patada al aire,
un abrazo a los instantes de la mirada vigilante y de
quién,
y hacia dónde los meses que repiten incesantes la
pregunta de ayer
que ahora es otra manera alebrestada de conjurar
acaso instantes desapercibidos en el desgaste
abrumador de un incienso velando sus aromas.
Todo transcurre en las márgenes silentes de la retina,
porque una voz infantil pregunta qué es antes y
qué después.
Una sombra bajo el equilibrio de una partícula
que purifica la ceniza perseguida y acechante.
Un miedo en la conspiración del horóscopo,
en la astilla redentora, en la respiración
y en el visible cansancio de los días.
Una palabra, una constelación y una ofrenda
arrastran hasta nosotros la memoria del olvido,.
La herida de una página es el vaivén exaltado
de una adivinación mar adentro, de una fantasía
que encuentra en las palabras de las piedras
la apacible reverberación de un sepulcro
y la mano empolvada que renace de un encierro
luminoso.
Francisco Magaña
De: Maitines, Mantis Editores, México 2000
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