Bosque con nieve, 1900 - Irureta Artola |
ÁRBOLES
. . Los árboles han sido siempre para mí los predicadores más eficaces. Los respeto
cuando viven entre pueblos y familias, en bosques y florestas. Y todavía los respeto más
cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de
alguna debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzche.
En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él,
sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley,
que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más
ejemplar y más santo que un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado un árbol y éste
muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y monumento puede
leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están descritos con fidelidad todo el
sufrimiento, toda la lucha, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años flacos
y los años frondosos, los ataques superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier
campesino joven sabe que la madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en
lo alto de las montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e
indestructibles.
. . Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles,
aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley
primitiva de la vida.
. . Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la
vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es
mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi
copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno
en mis marcas singulares.
. . Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de
los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi
semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea
es sagrada. Y vivo de esta confianza.
. . Cuando estamos tristes y apenas podemos soportar la vida, un árbol puede hablarnos
así: ¡Estáte quieto! ¡Estáte quieto! ¡Contémplame! La vida nos es fácil, la vida no es difícil.
Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y en seguida
enmudecerán. Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada
paso y cada día te acerca más a la madre. La patria no está aquí ni allí. La patria está en tu
interior, o en ninguna parte.
. . El ansia de vagabundear me acelera el corazón cuando oigo al atardecer el susurro
de los árboles. Si se escucha durante largo rato y con la quietud suficiente, se aprende
también la esencia y el sentido de esta necesidad del caminante. No es, como parece, una
huida del sufrimiento. Es nostalgia de la patria, del recuerdo de la madre, de nuevas
parábolas de la vida. Conduce al hogar. Todos los camino conducen al hogar, cada paso es
un nacimiento, cada paso es una muerte, cada tumba es una madre.
. . Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios
pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así
como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les
escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y
apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes.
Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más
que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad.
La casa roja, 1900 - Irureta Artola |
CASA ROJA
. . ¡Casa roja, desde cuyo pequeño jardín y viñedo me llega el perfume de todo el sur
de los Alpes! Muchas veces he pasado por delante de ti, y ya la primera vez mi afición de
caminante se acordó, estremecida, de su polo opuesto, y ahora juego nuevamente con la
vieja y tan conocida melodía; tener una patria, una casita en un jardín verde, quietud
alrededor, y, algo más abajo, la aldea. En el cuarto que da a Oriente, mi cama, mi propia
cama, en el cuarto orientado hacia el sur, mi mesa, y también allí colgaría mi pequeña y
antigua Madonna que un día compré en Brescia, en anteriores épocas de viaje.
. . Como transcurre el día entre Oriente y Occidente, así transcurre mi vida entre el impulso
de viajar y el deseo de la patria. Tal vez un día habré llegado tan lejos que los viajes y la
lejanía formarán parte de mi alma, y sus imágenes estarán en mi interior, por lo que ya no
tendré necesidad de realizarlas. O tal vez llegaré al punto en que la patria estará dentro de
mí, y entonces ya no habrá flechazos con jardines y casitas rojas. ¡Llevar a la patria dentro
de sí!
. . ¡Qué diferente sería entonces la vida! Tendría un centro, y del centro partirían todas
las fuerzas.
. . Pero mi vida carece de centro, y flota, temblorosa, entre muchas hileras de polos y
polos opuestos. Nostalgia del hogar aquí, nostalgia de peregrinar allí. Urgencia de soledad y
vida monacal aquí, ¡ansia de amor y solidaridad allí! He coleccionado libros y grabados y
los he regalado a alguien. He cultivado la voluptuosidad y el vicio, y los he abandonado
para practicar el ascetismo y la mortificación. He respetado con convicción la vida como
sustancia, y he llegado a no poder reconocerla y amarla más que como función.
. . Pero no es asunto mío hacerme diferente de lo que soy. Es asunto del milagro. Quien
busca el milagro, quien quiere atraerlo y ayudarlo, sólo consigue alejarse de él. Mi misión
es flotar entre muchas alternativas tensas y estar dispuesto cuando el milagro corre hacia
mí. Mi misión es estar insatisfecho y sufrir desasosiego.
. . ¡Casa roja entre el verdor! Ya te he tenido una vez, no puedo pretenderte de nuevo.
Ya he tenido patria una vez, he construido una casa, he medido las paredes y el tejado, he
trazado sendas en el jardín y he colgado mis propios cuadros en las paredes. Todas las
personas se sienten impulsadas a ello, ¡feliz yo, que he podido realizarlo! Muchos de mis
deseos se han cumplido en mi vida. Quería ser poeta y he sido poeta. Quería tener una casa
y me construí una. Quería tener mujer e hijos y los he tenido. Quería hablar e influir sobre
las personas, y lo he hecho. Y cada cumplimiento se convirtió en una saciedad. La saciedad
era algo que yo no podía soportar. La poesía me resultó sospechosa. La casa se me antojó
estrecha. Ninguna meta alcanzada era una meta, cada camino era un rodeo, cada descanso
engendró nuevas nostalgias.
. . Recorreré todavía muchos atajos, muchas realizaciones me decepcionarán. Todo acabará
mostrándome su sentido. Allí donde terminan los contrastes, se encuentra el nirvana. Pero
todavía quedan por quemar muchas amadas estrellas de la nostalgia.
Hermann Hesse
De: Hermann Lauscher y El Caminante, Ed. Centro Gráfico Limitada, Chile