Se estaba achicando. Todos los años encogía un poco, o eso parecía. Los hombres de la familia no éramos altos, pero me daba la sensación de que en los últimos años yo era más alto que él. También el patio era más pequeño y la higuera fue una sorpresa. Era mucho más pequeña de como la veía en el recuerdo.
—El niño, ¿cómo está el bambino?
—Faltan unas seis semanas.
—¿Y la señorita Joyce? —La adoraba. No se atrevía a llamarla simplemente por su nombre de pila.
—Está bien.
—¿Lo tiene hacia arriba? —Se tocó el pecho—. ¿O hacia abajo? —La mano bajó al vientre.
—Alto, hacia arriba.
—Estupendo. Eso quiere decir que es un niño.
—Pues no sé.
—¿Qué es eso de que no sabes?
—Que nadie puede estar seguro de esas cosas.
—Se puede, si se hacen las cosas bien. —Frunció el ceño y me miró a los ojos—. ¿Has comido huevos, tal como te dije?
—No me gustan los huevos.
Suspiró y movió la cabeza.
—¿Recuerdas lo que te dije? Come muchos huevos. Tres, cuatro cada día. Si no, será chica. —Hizo una mueca y añadió—: ¿Quieres una chica?
—Preferiría un chico, pero habrá que aceptar lo que venga.
Aquello lo dejó preocupado. Se puso a pasear, pisando las hojas caídas de la higuera.
—Ésa no es forma de hablar. No indica nada bueno.
—Pero, papá...
Giró sobre sus talones.
—No me vengas con peros. ¡No me vengas con papás! Os lo dije, os lo dije a todos: a Jim, a Tony, a ti. Os dije: huevos. Muchos huevos. Y míralos. Jim, dos años de casado y nada. Tony, casado hace tres años y nada. Y tú. ¿Qué tienes tú? Nada. —Dio unos pasos hacia mí. Se acercó tanto que me quemó la cara con su aliento vinoso—. ¿Recuerdas lo que te dije de las ostras? Ahora ganas dinero. Puedes permitírtelas.
Recordaba una postal con letra de mi madre que recibimos Joyce y yo mientras pasábamos la luna de miel en el lago Tahoe. La postal decía que yo comiera ostras dos veces a la semana, para aumentar la fertilidad y las probabilidades de engendrar un varón. Pero no había seguido el consejo porque no me gustaban las ostras. No sentía ninguna animosidad personal contra ellas, era simplemente que no me gustaba su sabor.
—No me entusiasman las ostras, papá.
Casi le dio un ataque. Se dejó caer en el columpio, con la cabeza abatida y la boca abierta. Se secó la frente. Los gatos despertaron bostezando y enseñando la espigada y sonrosada lengua.
—¡María Santísima! Entonces aquí acaba la estirpe de los Fante.
—Creo que es un chico, papá.
—¡Crees!
Me maldijo con una sarta de sonoros vocablos italianos. Escupió a mis pies, se burló de mi traje de gabardina y de mis zapatos náuticos. Sacó del bolsillo de la camisa una colilla de puro barato y se la incrustó entre los dientes. La encendió y arrojó la cerilla.
—¡Crees! ¿Quién te manda a ti creer? Te lo dije: ostras. Huevos. Yo ya había pasado por eso. Te hablaba la voz de la experiencia. ¿Qué has estado comiendo? ¿Caramelos, helados? ¡Escritor! ¡Bah! Hueles peor que una alcantarilla.
Era mi padre, no había duda. Al final resultaba que no se había achicado. Y la higuera tenía el tamaño que había tenido siempre.
...
—Seguramente sabes que deberíamos casarnos lo antes posible.
—Ya estamos casados. El juez de paz nos casó en Reno.
—Fue una ceremonia civil. Para mí no cuenta.
—Para mí sí.
—Quiero que bendigan mi matrimonio.
—¿Quieres decir que hemos vivido en adulterio todos estos años?
—Nos casaremos después de bautizarme. Será una ceremonia encantadora. Estaremos casados hasta el final de nuestra existencia. —Sonrió—. No podrás divorciarte nunca.
Nadie discute con la madre de su futuro hijo. Se hace lo que se puede y se procura tenerla contenta. Uno ha perdido categoría a sus ojos y simplemente se le tolera, el papel que ha representado es mínimo, la estrella del espectáculo es ella y se espera que uno pase por el aro, porque así se escriben los guiones. Si no, la puedes molestar, puedes angustiarla y de rebote molestar al niño.
—¿Qué quieres que haga, querida? Dime con palabras exactas qué quieres que haga en concreto.
—El padre Gondalfo va a venir a verte. Es mi catequista. Quiero que le escuches.
...
Me quedé mirando aquel desbarajuste. La antigua chimenea, pese a toda su simplicidad, era la indicada. La había probado en una ocasión y tiraba bien, no hacía humo. No era una obra de arte, pero cumplía su papel en la sala.
—No le pasa nada a la chimenea.
Joyce se sacudió el polvo de la ropa.
—Siempre la he odiado. Desde el primer día que la vi.
—Pero deberías haberme consultado antes.
—¿Por qué? Había que hacerlo.
—No había que hacerlo.
—Iba a caerse —dijo mi padre.
—¿Qué tiene de malo?
Señaló con la cabeza el bulto de Joyce, ahora cubierto por una película de polvo.
—Pregúntaselo a mi nieto. No quiere una chimenea de Los Ángeles. Quiere una chimenea construida por su abuelo.
Parloteando con nerviosismo, Joyce me enseñó los planos que mi padre había trazado en un largo pliego de papel. Iba a ser un hogar macizo, de un metro ochenta de altura y tres de anchura, construido con losas de Arizona. Cerraría los bordes con argamasa negra. La repisa de la campana sería una sola losa de grosor considerable. Según las indicaciones, era el doble de grande que la que estaban demoliendo. Era realmente impresionante, de chalet suizo, de pabellón de caza, de Club de los Alces.
—Pero tendrás que tirar también parte de la pared —dije.
—Ya me encargo yo de eso —dijo mi padre.
Joyce no paraba de mover los brazos.
—Será estupenda. Grande y bonita. Lo calentitos y a gusto que estaremos aquí.
—De fábula —dije—. Sobre todo cuando estemos a veinticinco bajo cero y cinco metros de nieve paralicen el tráfico en Wilshire Boulevard.
—Para mi nieto —dijo mi padre con expresión soñadora—. Durará mil años. Nada en el mundo derribará esta chimenea. Durará más que el resto de Los Ángeles.
Me imaginé la escena, no después de mil años, sino de diez o quince, cuando demolieran nuestra casa para construir un aparcamiento, coches entrando, coches saliendo, siempre alrededor de la indestructible chimenea de mi padre, que había resistido todos los esfuerzos para derribarla.
—Papá —dije—. ¿Cuándo arreglarás el agujero de la cocina?
—Yo ahí no puedo hacer nada. Llama a un carpintero.
John Fante
De: LLenos de vida, Traducción: Antonio-Prometeo Moya, Ed. Anagrama, España 2008
scribd: llenos de vida de john fante
gladstone gallery: robert bechtle crown point press: bechtle
John Fante
De: LLenos de vida, Traducción: Antonio-Prometeo Moya, Ed. Anagrama, España 2008
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